3 de Noviembre, 2010
Así nació la escritura
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Nos costó miles de años aprender a leer y a escribir. La invención de
signos que expresaran palabras supuso un proceso largo y complejo que
revolucionó la comunicación entre las personas
Por Narcís Fernández
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Las primeras letras que aprendimos de niños fueron las cinco vocales.
Luego llegaron las consonantes. Es probable que se nos haya olvidado
aquel dibujo de un burrito que, a fuerza de mirarlo, introducía en la
memoria, por asociación, la letra "b". Con un mayor esfuerzo,
comprendimos que, por ejemplo, el dibujo del burrito junto al de un
abanico construían la sílaba "ba". Así fue cómo, poco a poco,
aprendimos a leer y a escribir. Pero, por extraño que parezca, las
primeras civilizaciones aprendieron a escribir con palabras enteramente
formadas y con sílabas, antes que con letras individualizadas. Las
vocales tardarían milenios en aparecer. El único terreno en común lo
constituye aquel burrito que, durante un tiempo, tuvo para nosotros el
significado de una letra determinada: las formas asociadas a los signos.
La trayectoria que lleva a otorgarle a un dibujo un valor de signo
fonético, independiente de lo que expresa a primera vista, es muy ardua
e implica un nivel de abstracción asombroso, especialmente si tenemos
en cuenta que la humanidad lo realizaba por vez primera. Y no debemos
extrañarnos si, en ocasiones, el proceso no avanzara hacia mayores
logros y se estancara sin posibilidad alguna de evolución. Es el caso
de las culturas precolombinas.
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Los problemas de la arcilla
Al
principio se escribía en sentido vertical. Más tarde, como se aprecia
en esta tablilla de escritura cuneiforme de Uruk, se haría de izquierda
a derecha por no emborronar con la mano lo que se acababa de escribir
sobre la arcilla todavía húmeda. La escritura sobre piedra, como estos
textos de plegarias en el ropaje del rey sumerio "Patesi Gudea" (al
lado), no presentaba este inconveniente y siguió tallándose
verticalmente.
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Los incas
edificaron megalíticas construcciones y elaboraron precisos
calendarios, pero sus inscripciones nos resultan comprensibles mediante
sus dibujos, sin apoyo de forma lingüística alguna. Dicho en otros
términos: carecían de escritura propiamente dicha. Mesoamérica, donde
despuntaron las civilizaciones maya y azteca, ofrece un sistema de
memorización de dibujos que prácticamente significan lo que representan.
Los aztecas,
sin embargo, alcanzaron un mayor nivel y hasta utilizaban ciertos
fonemas –sonidos– con los que formaban palabras. Tal vez pudieron
evolucionar hacia una escritura totalmente fonética como la nuestra,
pero la llegada de los conquistadores españoles truncó aquel hipotético
proceso. En cualquier caso, sus ideogramas difícilmente hubiesen podido
desembocar en la genial simplificación que ofrece el alfabeto. Para
ello se requiere un mayor nivel de abstracción. Como tantos otros
logros de la humanidad, el milagro se produjo en la Grecia del siglo
VII a.C. No obstante, el camino resultó arduo y se había iniciado miles
de años atrás.
Las primeras muestras de escritura realizadas por el ser humano proceden de la ciudad sumeria
de Uruk, erigida en la orilla derecha del río Éufrates, en la Baja
Mesopotamia. Allí, una expedición arqueológica alemana halló en 1929
millares de tablillas de cerámica grabadas con signos cuneiformes
–caracteres en forma de cuña– que datan de alrededor del año 3300 a.C.
Tras descifrarlas, lo que más asombró a los especialistas fue que, en
fechas tan tempranas, pudiera ser posible una escritura tan precisa.
Debía existir alguna explicación. Algunos creyeron hallarla en el
trabajo de los escribas, quienes, por prisas o por descuido, fueron
simplificando sus primitivos signos pictográficos hasta desembocar en
la caligrafía cuneiforme. No obstante, ninguna prueba arqueológica
apoyaba esta teoría. Durante decenios se mantuvo el misterio, hasta que
fue desvelado de un modo verdaderamente insospechado.
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Un enigma desvelado La
piedra de Rosetta –arriba– permitió a J.F. Champollion –arriba, a la
izquierda– descifrar en 1822 la misteriosa escritura egipcia. En el
Antiguo Egipto se utilizaban tres sistemas: hierático, demótico y
jeroglífico. Este último se organizaba en líneas horizontales o también
verticales, como muestra este papiro de “El libro de los muertos”. Para
averiguar la dirección de la lectura hay que fijarse en las figuras
jeroglíficas: miraban siempre hacia el comienzo del texto.
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En el año 1969, la arqueóloga estadounidense Denise Schmandt-Besserat
inició su tesis doctoral sobre los usos de la arcilla en el Próximo
Oriente antiguo. En principio, el tema poco tenía que ver con el
nacimiento de la escritura. Sin embargo, junto a los adobes, las
cuentas de collar y las estatuillas que sometió a estudio, Denise se
encontró con unos singulares objetos de arcilla de apenas dos
centímetros y de formas diversas: discos, conos, tetraedros, esferas,
medias lunas, rectángulos... La investigadora interpretó finalmente que
debían de formar parte de un sistema de contabilidad semejante a los
ábacos. Los denominó calculi.
Estas fichas de cálculo, destinadas según su forma a contabilizar
distintos productos agrarios o ganaderos, eran antiquísimas. De hecho,
las más primitivas podían datarse unos 9.000 años antes de Cristo. ¡Aún
faltaban 5.000 años hasta la aparición de la escritura! Durante ese
remoto periodo, las fichas no sufrieron variación. Sin embargo, hacia
el año 3500 a.C. empezaron a producirse cambios significativos en la
región. Surgieron las primeras ciudades y, con ellas, transformaciones
socioeconómicas a gran escala, como el aumento de la población, la
especialización artesana y el establecimiento de una auténtica
producción en masa.
La necesidad de una contabilidad cada vez más compleja se hizo patente
sobre el sistema de los calculi: las fichas no sólo se diversificaron
en nuevas subvariedades, sino que muchas de ellas se perforaron, como
claro testimonio de que fueron ensartadas a modo de registro en
transacciones comerciales de cierta envergadura. Derivado de los
calculi ensartados, apareció entonces un nuevo sistema para mejorar las
garantías en los negocios entre mercaderes. Consistía en introducir
varias fichas dentro de una bola hueca de arcilla o bullae, que luego
se sellaba. Sólo salían a la luz cuando se rompía la esfera. Así, un
transportista se cuidaría mucho de caer en la tentación de robar parte
de los objetos durante la ruta, pues tanto las marcas exteriores de la
bola como las fichas que contenía representaban la cantidad y el tipo
de mercancías en ruta.
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Aportaciones decisivas
Arriba, una muestra de escritura ugarítica, de la que nació el primer
alfabeto de la historia. La tablilla hitita –a la derecha– constituye
un buen ejemplo de cómo otros pueblos adoptaron la grafía cuneiforme
casi sin variaciones. Los griegos –a la izquierda, una inscripción
griega en piedra– culminaron la evolución de la escritura, ya que
crearon el alfabeto representado por letras tal y como lo conocemos hoy.
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Estas medidas, sin embargo, pronto se mostraron insuficientes para el
volumen de negocios que movía el templo de Uruk, sede de un auténtico
imperio comercial. Y fue entonces cuando se produjo el paso
trascendental que daría lugar a la escritura. Las bolas huecas se
sustituyeron por objetos planos de arcilla, más sencillos de archivar
que los calculi y más sólidos que las bullae.
La semejanza entre los primeros signos sumerios sobre tablillas y las
formas de aquellas primitivas fichas de contabilidad atestigua que la
escritura sumeria no la idearon tan sólo unos escribas que, por
descuidados y apresurados, se convirtieron en auténticos genios. Más
bien fue la consecuencia de un sistema de contabilidad que venía de muy
lejos y en el que, desde luego, participó toda la población. Aquel
método de notación sobre tablillas utilizaba líneas rectas o curvas
para expresar palabras. A veces eran dibujos naturalistas, como el de
un pez que significaba "pescado". En otras, el trazo resultaba más
esquemático e incluso poseía connotaciones simbólicas, como es el caso
de un triángulo invertido para escribir "mujer". Pero también se
idearon otros recursos para expresar acciones difíciles de dibujar
rápidamente. Así, el verbo "comer" se escribía uniendo la grafía que
expresaba "boca" con la que significaba "pan".
La necesidad de escribir nombres propios, indispensables en las
transacciones comerciales, fue quizás la que condujo de modo decisivo
al descubrimiento de la gran piedra angular de la escritura, el
principio de fonetización: asociar palabras difíciles de expresar por
escrito a signos que se les parecen por su sonido y que son fáciles de
dibujar. Nuestro burrito de la infancia, por decirlo de algún modo,
había echado a andar. Y a buen trote, por cierto.
No obstante, para los sumerios todos los signos eran palabras.
Incluidas las sílabas. Su sistema de escritura, pues, no resultaba
sencillo. Y aprenderlo requería años de arduo esfuerzo. La figura del
escriba se hizo entonces imprescindible. Si en algún lugar el escriba
es representativo de una civilización, resulta obligado mirar hacia el
Antiguo Egipto.
Durante décadas, la más enconada polémica entre egiptólogos y
orientalistas estuvo centrada precisamente en el tema de la invención
de la escritura: ¿fueron los mesopotámicos o los egipcios? Los métodos
arqueológicos de datación más avanzados han resuelto la cuestión
otorgándole el honor a Mesopotamia. La escritura egipcia surgió algo más
tarde, hacia el año 3100 a.C. Y lo hizo provista ya de todos sus medios
técnicos. Los jeroglíficos se emplearon durante más de 3.000 años,
hasta el siglo IV de nuestra era. Se puede datar con toda exactitud el
lugar y la fecha de la última inscripción: en la isla de Filae, el 24
de agosto del año 394. Respecto a la escritura cuneiforme mesopotámica,
el último testimonio se remonta al año 75, también de nuestra era.
Paradójicamente, proviene de Uruk, la misma ciudad que vio nacer la
escritura. ¿Por qué el cuneiforme mesopotámico y los jeroglíficos
egipcios dejaron de utilizarse?
Lo cierto es que aquellos remotísimos sistemas de notación eran de un
manejo muy complicado. Estaban reservados a castas de especialistas que
no sólo preservaban su cultura, sino también sus privilegios. De ahí
que los escribas manifestaran una férrea hostilidad hacia cualquier
simplificación, pues ello podría hacer peligrar su puesto de trabajo.
Así, la escritura cuneiforme mesopotámica contaba, hacia su ocaso, con
varios centenares de signos. Y los jeroglíficos con casi cinco mil .
Podían haber evolucionado hacia una mayor simplificación, hasta
encontrar un verdadero alfabeto. Pero, sencillamente, los escribas no
supieron o no quisieron inventarlo. La simplificación llegó desde otras
geografías. Numerosos pueblos residentes en la periferia del foco
sumerio aplicaron las grandes posibilidades que les daba el imperfecto
silabario cuneiforme.
Ninguno de estos pueblos llegó a desprenderse por completo del uso de
los signos léxicos, pero redujeron su número de manera significativa y
sistematizaron el empleo de los silábicos. Hacia el siglo XIII a.C.,
por ejemplo, los montañeses de Elam obtuvieron un sistema de 102 signos
silábicos y sólo siete léxicos. La culminación, sin embargo, se alcanzó
en Creta en torno al año 1450 a.C., con un sistema de tan sólo 62
signos silábicos.
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Todo empezó en Mesopotamia
La necesidad de registrar las mercancías o de garantizar las
transacciones comerciales propició la invención de la escritura en
Mesopotamia. Tras este punto de arranque, el sistema comenzó a
ramificarse hacia otras civilizaciones que realizaron sus propias
aportaciones. Egipto, por ejemplo, dejó a un lado la grafía cuneiforme
ideada por los sumerios para crear la escritura jeroglífica.
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A pesar de estos avances, no cabe duda de que el alfabeto constituye la
forma más idónea y, sobre todo, más adaptable de la escritura: un
pequeño número de signos gráficos convencionales que transcriben cada
uno un único sonido. Este sistema, tan sencillo y familiar para
nosotros, constituye sin duda el invento más revolucionario que haya
producido la humanidad en el terreno cultural. Su simplicidad, además,
permite su uso por cualquiera y en cualquier idioma, tras un breve
periodo de aprendizaje.
No se sabe a ciencia cierta cuál fue el origen del alfabeto, aunque
pueden calificarse de precursoras las escrituras semíticas
occidentales, derivadas del jeroglífico egipcio. Es el caso de los
pseudojeroglifos de la antigua ciudad fenicia de Biblos, con 80 signos
y datados en fecha tan remota como el 2500 a.C. Más tardías –del siglo
XVIII a.C.– son las inscripciones protosinaíticas halladas en la
península del Sinaí, con sólo una treintena de signos, o los textos
protocananeos de la antigua Palestina, con diferentes hallazgos que
abarcan desde los siglos XVIII al XIII a.C. Lamentablemente, todas
estas inscripciones han resultado ininteligibles o de muy difícil
comprensión para nosotros.
Distinto es el caso del alfabeto ugarítico, denominado así por proceder
de la ciudad siria de Ugarit. Es el más antiguo del que se conocen
todos sus signos y del que se dispone de gran cantidad de textos para
comparar su lectura. Los documentos, descubiertos en 1929 en la zona de
Ras-Shamra (Siria), promontorio donde se erigió Ugarit, constan de más
de dos mil tablillas y pueden fecharse entre los siglos XIV y XIII a.C.
Este alfabeto comprendía al principio treinta signos, que luego fueron
reducidos a veintidós. Su grafía, cuneiforme aún, dista todavía del
sencillo y económico trazo mediante líneas que identifica una letra,
tal y como la concebimos hoy. Este motivo ha provocado que no pocos
especialistas tengan serias dudas a la hora de calificar la escritura
ugarítica como el primer alfabeto de la historia.
La verdad es que el carácter lineal de nuestra escritura constituye un
auténtico broche maestro de sencillez, añadido cómo no a la propia
simplicidad que representa en sí mismo el alfabeto. Y, hay que
reconocerlo, las inscripciones fenicias, con un sistema de veintidós
signos, al igual que el ugarítico, son un prodigio de caligrafía fácil.
Sólo a los fenicios se les podía ocurrir. Comerciantes innatos, su
estructura económica los había convertido en los más importantes
abastecedores de mercancías y servicios en el Próximo Oriente.
Necesitaban un instrumento de trabajo eficaz para su intensa actividad
comercial, y las complicadas escrituras logosilábicas, que requerían
largos años de aprendizaje, eran la antítesis de la eficacia. Y del
beneficio económico rápido, todo sea dicho. Los fenicios no sólo
idearon el alfabeto, sin duda adaptándolo de ensayos precedentes que
tuvieron la pericia de mejorar, sino que dotaron a las letras de una
forma más asequible. Pero se olvidaron de incluir las vocales. Esta
ausencia nunca ha sido explicada satisfactoriamente, pero en su
descargo siempre habrá que tener en cuenta que el alfabeto fenicio fue
elaborado para transmitir una lengua semítica y que, a efectos de uso,
se hallaba perfectamente adaptado a ella. Aún hoy, árabes y hebreos
disponen de puntualizaciones vocálicas, pero prescinden de ellas en la
práctica.
Los creadores de las vocales, y por tanto del alfabeto completo, fueron los griegos.
Sin embargo, conviene matizar su protagonismo. En primer lugar, fue
tomado directamente del fenicio hacia el siglo VII a.C. Los propios
helénicos se referían a su escritura con el nombre de "fanikéia
grammata", que significa "escritura fenicia". En segundo lugar, los
veintidós primeros signos del griego se corresponden, en términos
generales, con los mismos signos consonánticos fenicios. Y por último,
y aunque desde el periodo más antiguo usaban ya todas las vocales, el
origen de éstas debe buscarse en las lenguas semíticas, que contaban
con ciertos signos que expresaban las denominadas consonantes débiles,
que para los griegos no correspondían a sonidos. Lo que hicieron fue
convertir tales signos, innecesarios para ellos, en vocales.
Con el alfabeto,
cuyo remoto origen se halla en algo tan ajeno a él como los calculi
mesopotámicos, la evolución de la escritura llegó a su fin. No faltan
los mitos en su larga y compleja historia. Una leyenda sumeria atribuía
su invención a Emmerkar, gran rey de Uruk. Según los babilonios, su
creación era obra del dragón Nabu, dios de la sabiduría. Y los egipcios
mantuvieron la creencia de que fue la divinidad Thot quien enseñó a
escribir a los hombres. Los griegos concebían al ser humano como la
medida de todas las cosas, por lo que carecían casi por completo de
mitología sobre la escritura. Sabían su procedencia y no necesitaban
especular con sus orígenes mágicos.
Herederos de los logros del Oriente Próximo y del Egipto de los
faraones, los antiguos griegos dieron el acabado final al alfabeto, una
herramienta de comunicación y fijación de conocimientos fundamental y
asequible. Pueden existir sociedades que, disponiendo de lenguaje
propio, desconozcan la escritura; pero una civilización, con todos los
elementos que la definen como tal, no puede existir sin ella. Y la
propia escritura, como se pone de manifiesto en el proceso de su
invención en Sumer, tampoco puede existir sin una civilización.
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Con la tablilla de escribir en su regazo, el famoso "Escriba sentado"
muestra el orgullo de una casta que poseía los secretos de la
complicada escritura egipcia.
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Yo, de mayor, voy a ser escriba
En
el Antiguo Egipto, el puesto de escriba figuraba entre los más
codiciados. Quizás el que más. No en vano, una vez conseguido el título
se podía ascender rápidamente hasta llegar incluso a ser visir o tati,
el más alto cargo político después del faraón. Pero el camino no
resultaba fácil. Convertirse en escriba suponía largos años de
aprendizaje que comenzaban desde la infancia. Los candidatos iniciaban
sus estudios entre los cinco y diez años, ingresando en las escuelas
que se habilitaban en los templos y que estaban a cargo de sacerdotes.
Veteranos escribas eran los encargados de instruir a los pequeños en el
difícil y complejo arte de la escritura egipcia. No escribían sobre
rollos de papiro, pues resultaba demasiado caro en las tareas de
aprendizaje. Así que los escolares debían conformarse con deslizar sus
plumas de caña sobre lajas de piedra. En ellas escribían durante horas
y horas fragmentos de textos famosos en aquellos tiempos, como El Himno
del Nilo. En una laja escolar de la época un alumno escribió: "Las
horas de clase son eternas, como las montañas." Una mala caligrafía, un
borrón de tinta o "quedarse en blanco" mientras se recitaba un texto
eran motivos más que suficientes para despertar la ira del maestro
escriba y recibir un fuerte bastonazo. De hecho, el profesor siempre
impartía la clase con una vara en una de sus manos. Jamás se separaba
de ella, por si acaso. Tras los primeros años de estudios en los
templos, los alumnos más aventajados ingresaban en las "Casas de la
Vida", una especie de institutos donde completaban su formación con
asignaturas de contenido científico y religioso. Pocos lograban
culminar la carrera, tanto por su coste económico como por el alto
nivel de exigencia. Quien lo conseguía, eso sí, tenía la vida
solucionada para siempre.
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Adaptación de www.muyinteresante.es
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